miércoles, 20 de mayo de 2009

Sueños epidérmicos

(18 julio 2007)

Desperté y tenía la sensación de qué, si volteaba, estarías a un lado. Aún tenía, en las yemas de los dedos, fresca, la sensación de tu piel. Estábamos en un mar turquesa con arena pálida. Comenzaba a atardecer y distintas personas, de esas que conocemos tan bien, iban y venían, preguntando cosas, buscando otras tantas. Tú me mirabas y yo sabía que todos estos años no habían sido en vano.
Ayer hablaba con un querido amigo sobre las sensaciones de la piel, el lenguaje que la misma habla cuando no la ves. Y ahí la tienes, quietecita, sin hacer ruido, modificándose de tanto en tanto... siempre renovándose. Y cuando menos la esperas, basta apenas un roce para que la misma acalle al resto de las voces. Apenas un microsegundo para que todo aquello que llamamos razonamiento se pierda en el infinito y queden sólo las sensaciones de esa piel que ahora habla, grita, se retuerce y, orquestando los demás sentidos con exquisita armonía, nos lleva a los límites más febriles de exploraciones y galaxias.
Y así, hablando de la piel, soñé con la tuya. Maravillosa piel de nieve que te envuelve y te contiene. Será la cantidad de veces que la he tocado, recorrido, contemplado. Será que, al paso de los años, sigo añorando tus brazos apretándome fuerte, halándome hacia ti, desesperados por cobijarme.
Serían mis dedos entrometidos resbalando por tus cejas; tus dedos curiosos paseando por mis hombros desnudos. Cada que me tocas me haces descubrir una nueva sensación. Hasta en sueños. Sueños donde la piel, la tuya, la mía, siente la cálida brisa que viene desde aquel mar inmenso y reacciona humedeciendo toda su superficie. Humedad que descubren tus labios que pasan, abstraídos, desde mis labios hasta la línea del cuello donde pierdo noción de lo que está sucediendo y me entrego por completo a tus respiraciones, contándome secretos y planeando maravillas con mis poros atentos y extáticos.
Las personas siguen pasando a nuestro alrededor y ahora estamos sentados en una mesa alta. Me miras desde la misma, y te contemplo parada, abrazándome a ti con toda la fuerza que poseo (luego descubriré que es la almohada queriendo ser tú). Pasas un par de dedos por mi frente, los posas en la misma y lees mis pensamientos. Entonces recorres mi rostro. Sigilosamente, pasan por la nariz y la fijan entre si apenas unos segundos, un apretón ligero a la punta respingada (siempre haz hecho eso...). Un sólo dedo baja hasta los labios y recorre sus contornos; se pasea por sus valles, elevaciones y depresiones. Sientes, entonces, la cavidad de mi boca que, con aliento entrecortado, deja ir en cada suspiro tu nombre. Nuevamente tu abrazo, tu respiración a un lado de mi oreja izquierda. Tus palabras, de más, sugieren que nos vayamos juntos. Que tome tu mano y caminemos hacia algún lugar desconocido donde no nos interrumpan, donde no se pierda el diálogo epidérmico. Apenas comprendo. Me dices más cosas con la mirada y esas las entiendo perfecto. Tomo tu mano y, así, asida a tu cuerpo, camino a tu lado, donde sumergiendo los pies en la arena, siento tu calidez reposar sobre mi espalda. Nuestra mirada, hacia el mismo punto distante. Me pregunto en pensamiento si estaré así contigo, again. Te miro como nunca... como siempre.
Desperté y tenía la sensación de que, si volteaba, estarías a un lado...

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